Mala Praxis
A veces la vida te regala cosas. Muy pocas, es verdad, la mayoría llegan con muchísimo esfuerzo. Otras no, otras simplemente llegan. Son esos trenes que hay que coger o que hay que perder, en función de la madurez de uno, las prioridades o las ganas de aventura.
Después de muchos años siguiendo por la senda de lo programado: colegio, universidad, carrera en multinacionales, posgrados, masters, más masters, más posgrados, me hice freelance. Hacerse freelance en este país es ser un aventurero. Una especie de Indiana Jones del mercado laboral.
Cuando uno es freelance, la posibilidad de decir que no a un encargo casi desaparece. Bueno, no es bien bien así. No desaparece. Está presente muchísimas veces, pero sólo llega hasta la punta de la lengua, muy pocas veces se precipita más allá. Sólo cuando está justificadísimo.
Lo peor no es llevar 20 años trabajando en esto y tener que cobrar menos de lo que cobrabas aguantando en una empresa multinacional. Eso asumes que puede pasar en el momento en el que te das de alta como autónomo.
Hace unos meses, un hombre que tiene una agencia de publicidad sin ser publicitario, otra de aquellas ironías de la profesión; se puso en contacto con mi mujer y conmigo para un proyecto. Era un briefing bastante fácil. Tenía que ver con un Ayuntamiento de una población cercana a la nuestra.
Es curioso como caes una y otra vez. Esos briefings aparentemente sencillos son los peores. Era una trampa. Había poco dinero, lo de siempre. Pero sólo nos pedían un par de titulares y un par de conceptos. Algo que hacemos todas las semanas y que nos veíamos perfectamente capaces de hacer.
Nos contrataron por dos semanas. Claro, muchas veces no caes que quien te contrata las cuenta enteras y tú sólo de lunes a viernes. Trabajamos sábados, trabajamos domingos y alguna que otra noche. En cualquier caso, tampoco te quejas. Decides ayudar y colaborar. Ponerte en un modo tendero para satisfacer a tu cliente y que vuelva a llamarte para poder someterte, maltratarte y malpagarte en futuras ocasiones.
Dentro del ridículo de la situación en la que la persona que nos contrataba no conseguía vender nada de lo que hacíamos, el momento álgido llega el día en el que nos hace ir a su agencia porque viene la clienta.
Cuando llegamos a la agencia estaba vacía. No había nadie. La clienta llegaba en un rato. No nos llamó especialmente la atención que no hubiese nadie. Era un lugar pequeño y había espacio como para cuatro personas. Piensas que a lo mejor está en una sono, en una pospo o yo qué sé. No le das muchas vueltas.
La sorpresa llega cuando entendemos de que sólo habíamos ido a hacer bulto. Que en realidad este hombre trabaja solo. Que pretendía que hiciésemos ver que estábamos trabajando. Fue patético.
De vergüenza ajena.
Y la verdad es que nos dimos mucha pena de nosotros mismos. Después, esa pena se convirtió en indignación. Pensamos en pasarle una factura que contemplase además de la creatividad, el concepto de actores y el de pérdida de la dignidad creativa.
No lo hicimos. Es evidente. Además, pasó todo lo contrario. La persona que nos contrató se enfadó al ver que le pedíamos más dinero por trabajar una semana más.
Te quedan pocas opciones si quieres cobrar. Pero escogimos la correcta. Decidimos no volver a trabajar para esta persona. Ni por todo el oro del mundo. La dignidad, o se la ponemos los profesionales a este oficio, o difícilmente se la pondrán los que nos contratan.
Por cierto, la foto está tomada en Barcelona. Me gusta porque propone una escapada. Ojalá huir fuese sólo abrir una puerta y cruzarla. Sería fantástico, ¿no?
Comentarios
Publicar un comentario